De la insignificante inmensidad de nuestra microrrealidad.
Antonio Chipriana (París, 1968) no es hijo de la Academia. Decir que es autodidácta sería impreciso e insuficiente. Antonio Chipriana es hijo de la vida, del Arte, de la experimentación, de la investigación, de la Ciencia, de la Filosofía y de las nuevas tecnologías. Pero también es un ser inmerso en la vida artificial que gesta e impone la historia contemporánea. Vida artificial que invade su experiencia física, intelectual y espiritual, vida artificial que fagotiza este artista para entenderla y hacerla suya. Sin prejuicios, sin directrices artísticas tradicionales, sin ambages.
En 1990 inaugura en los bajos del Palacio Episcopal de Tarazona su primera exposición. Desde entonces, ha explorado todos los materiales y medios de expresión artística a su alcance. Artista del dibujo, la escultura, la instalación, el happening y la performance, su trabajo aparece vinculado al Grupo Pértiga, Zargrüp y el Festival de Performances y Acción de Zaragoza Out of Mind.
Si sus investigaciones artísticas comenzaron con la obra de Picasso, Miró y Tàpies, continuaron más tarde con Joseph Beuys, Bruce Nauman, Matthew Barney. De algunos de los principales hitos del arte español contemporáneo a los intentos de socialización del arte para acercarlo a todo el público, conseguir con el mínimo de materiales posible intensidad visual y conceptual y una interdisciplinariedad artística que subraya el hecho de que el lenguaje y la obra de arte en sí misma no son el fin, sino la forma de alcanzar una renovación de las artes. La filosofía de Baudelaire, Nietzsche, Rimbaud y Artaud dan soporte teórico a sus reflexiones. Y es así como Antonio Chipriana va conformando su particular universo creativo, como un organismo vivo en natural expansión que se retroalimenta y expande.
Vivimos anestesiados, entre el conformismo y la apatía, en un universo de vida artificial. La realidad no son las telas que nos visten, los espacios que habitamos, la comida procesada que nos alimenta, ni siquiera las relaciones humanas que creemos colman nuestros anhelos. Sólo somos “espejo orgánico”, como dice Antonio Chipriana, de nuestra auténtica realidad. Todo aquello que producimos, nuestros actos, nuestros fluidos, son el espejo orgánico de nuestro ser esencial. Pero todos estos resultados y consecuencias de nuestra existencia son sólo artificios que los demás y hasta nosotros mismos pensamos equivocadamente como realidad.
Esa realidad es más bien un conjunto de realidades que recogen el eco de la insignificante inmensidad de nuestra microrrealidad. Aquello que no vemos, aquello que tras los miles de pliegues orgánicos de un cuerpo bulle vida es lo que somos en realidad.
El proyecto que nos ocupa es de 2013, pero supone el colofón de los más de veinte años que el artista lleva dedicado a la creación artística. Cual demiurgo de la era tecnológica, Antonio Chipriana juega a la Creación. Y es que el juego no es sino el principal mecanismo de aprendizaje del ser humano. Disemina en el espacio expositivo formas indeterminadas, que creemos reconocer pero no sabemos localizar. Son orgánicas, eso sí, y nos esperan, interpelan, incluso acechan. Su superficie negra pulida invita a aproximarse. Es entonces cuando estas formas nos devuelven nuestra imagen. Confiados ante su aparente naturaleza inofensiva, continuamos nuestro paseo por esculturas e instalaciones. En una esquina una estructura enrejada, teñida de blanco, reclama nuestra atención. Está siendo invadida por una forma negra, semejante a las que penden sobre nuestras cabezas. ¿Y si esa es la clave? ¿Y si no buscan la identificación o la empatía, sino colonizarnos?
Sigamos. Podemos hallar más claves. La asepsia del espacio blanco, la apariencia plástica de las formas recuerda a un entorno científico. Más aún, hospitalario. Baldes con agua y jabón de Marsella subrayan esa necesidad de desinfección.
Con bayetas industriales modeladas y reforzadas con yeso-cola, el artista ha querido recrear el microcosmos de los virus. Policromados en negro remarcan la idea de la contaminación. Se considera sólo ser vivo a aquél que posee ADN capaz de reproducir su estructura. Un virus es una entidad biológica que necesita de la maquinaria metabólica de una célula para sobrevivir y expandirse. Pero ¿acaso los seres humanos no dependemos de la aceptación, reconocimiento y amor de cuantos nos rodean?
Por mucho que la ciencia se haya empleado a fondo en protegernos de los virus con la higiene, la prevención y la medicina, ellos siguen ahí. Ellos forman parte de nuestra microrrealidad, son nuestra intrahistoria. Sin ellos el ser humano no hubiera evolucionado adaptando su sistema inmunológico a la realidad de la vida natural.
Paliativo autopenetrante (genérico) se nos antoja un ser hermafrodita. Pene y vagina a un tiempo. El principio de la reproducción humana ante nuestros ojos, obligándonos a retroceder a nuestro origen primigenio, que no difiere mucho de la vida de los virus. Erophatos lleva a la sala nuestro primer mundo, nuestro primer universo de confortabilidad, seguridad y horizonte de posibilidades. Un cuerpo de mujer que destila la luz de la vida. Su vientre, protegido con espinos de las agresiones exteriores, las agresiones del mundo real que su huésped está condenado a descubrir. Como en el mito de la caverna de Platón, un feto cree que el mundo es lo que siente, come y oye en ese receptáculo. Y es que las superficies de ambas esculturas son porosas, en contraposición a la superficie pulida de los virus expuestos en la sala a nuestro análisis, como porosa y permeable es la naturaleza del ser humano.
Pulsiones de sexo y violencia se mezclan en los dibujos de este proyecto. Iconografías del placer, el voyeurismo y la autogestión de la sexualidad. Tom of Finland, Felicien Rops y Martin Van Maele mezclan los dos fluidos corporales garantes y síntomas de la vida: sangre y esperma. Dibujos confinados en espacios cerrados -como la cepa de un virus aislada para su estudio- gestándose los unos a los otros. Y es entonces cuando empieza a cobrar sentido el mensaje de la Creación: nuestra realidad biológica comienza como la propagación de un virus. El espermatozoide coloniza el óvulo, célula de mayor tamaño que él y que necesita para completar la secuencia de ADN que dará lugar a un ser vivo.
Esa realidad que vibra en nuestro interior en forma de virus que se propagan, pasiones y deseos, brotes violentos o embriones está amparada por nuestra ignorancia, lo que no quiere decir que no exista. Sin esas microrrealidades que anidan en nuestro organismo, no habríamos salido de la caverna para multiplicarnos creyéndonos perfectos, todopoderosos e inmunes a lo que no controlamos. Toda esta constelación que es Virus y patologías gira en torno a Píldora monodosís. Copyright laboratorios lechip, paradigma del control que creemos tener sobre la vida, la muerte y la enfermedad, remedio y medicina. Pero es precisamente eso, lo incontrolable de la inmensidad inaprensible, el pistoletazo de salida de esta carrera hacia la supervivencia que es la vida.
Paula Gonzalo Les
Antonio Chipriana (París, 1968) no es hijo de la Academia. Decir que es autodidácta sería impreciso e insuficiente. Antonio Chipriana es hijo de la vida, del Arte, de la experimentación, de la investigación, de la Ciencia, de la Filosofía y de las nuevas tecnologías. Pero también es un ser inmerso en la vida artificial que gesta e impone la historia contemporánea. Vida artificial que invade su experiencia física, intelectual y espiritual, vida artificial que fagotiza este artista para entenderla y hacerla suya. Sin prejuicios, sin directrices artísticas tradicionales, sin ambages.
En 1990 inaugura en los bajos del Palacio Episcopal de Tarazona su primera exposición. Desde entonces, ha explorado todos los materiales y medios de expresión artística a su alcance. Artista del dibujo, la escultura, la instalación, el happening y la performance, su trabajo aparece vinculado al Grupo Pértiga, Zargrüp y el Festival de Performances y Acción de Zaragoza Out of Mind.
Si sus investigaciones artísticas comenzaron con la obra de Picasso, Miró y Tàpies, continuaron más tarde con Joseph Beuys, Bruce Nauman, Matthew Barney. De algunos de los principales hitos del arte español contemporáneo a los intentos de socialización del arte para acercarlo a todo el público, conseguir con el mínimo de materiales posible intensidad visual y conceptual y una interdisciplinariedad artística que subraya el hecho de que el lenguaje y la obra de arte en sí misma no son el fin, sino la forma de alcanzar una renovación de las artes. La filosofía de Baudelaire, Nietzsche, Rimbaud y Artaud dan soporte teórico a sus reflexiones. Y es así como Antonio Chipriana va conformando su particular universo creativo, como un organismo vivo en natural expansión que se retroalimenta y expande.
Vivimos anestesiados, entre el conformismo y la apatía, en un universo de vida artificial. La realidad no son las telas que nos visten, los espacios que habitamos, la comida procesada que nos alimenta, ni siquiera las relaciones humanas que creemos colman nuestros anhelos. Sólo somos “espejo orgánico”, como dice Antonio Chipriana, de nuestra auténtica realidad. Todo aquello que producimos, nuestros actos, nuestros fluidos, son el espejo orgánico de nuestro ser esencial. Pero todos estos resultados y consecuencias de nuestra existencia son sólo artificios que los demás y hasta nosotros mismos pensamos equivocadamente como realidad.
Esa realidad es más bien un conjunto de realidades que recogen el eco de la insignificante inmensidad de nuestra microrrealidad. Aquello que no vemos, aquello que tras los miles de pliegues orgánicos de un cuerpo bulle vida es lo que somos en realidad.
El proyecto que nos ocupa es de 2013, pero supone el colofón de los más de veinte años que el artista lleva dedicado a la creación artística. Cual demiurgo de la era tecnológica, Antonio Chipriana juega a la Creación. Y es que el juego no es sino el principal mecanismo de aprendizaje del ser humano. Disemina en el espacio expositivo formas indeterminadas, que creemos reconocer pero no sabemos localizar. Son orgánicas, eso sí, y nos esperan, interpelan, incluso acechan. Su superficie negra pulida invita a aproximarse. Es entonces cuando estas formas nos devuelven nuestra imagen. Confiados ante su aparente naturaleza inofensiva, continuamos nuestro paseo por esculturas e instalaciones. En una esquina una estructura enrejada, teñida de blanco, reclama nuestra atención. Está siendo invadida por una forma negra, semejante a las que penden sobre nuestras cabezas. ¿Y si esa es la clave? ¿Y si no buscan la identificación o la empatía, sino colonizarnos?
Sigamos. Podemos hallar más claves. La asepsia del espacio blanco, la apariencia plástica de las formas recuerda a un entorno científico. Más aún, hospitalario. Baldes con agua y jabón de Marsella subrayan esa necesidad de desinfección.
Con bayetas industriales modeladas y reforzadas con yeso-cola, el artista ha querido recrear el microcosmos de los virus. Policromados en negro remarcan la idea de la contaminación. Se considera sólo ser vivo a aquél que posee ADN capaz de reproducir su estructura. Un virus es una entidad biológica que necesita de la maquinaria metabólica de una célula para sobrevivir y expandirse. Pero ¿acaso los seres humanos no dependemos de la aceptación, reconocimiento y amor de cuantos nos rodean?
Por mucho que la ciencia se haya empleado a fondo en protegernos de los virus con la higiene, la prevención y la medicina, ellos siguen ahí. Ellos forman parte de nuestra microrrealidad, son nuestra intrahistoria. Sin ellos el ser humano no hubiera evolucionado adaptando su sistema inmunológico a la realidad de la vida natural.
Paliativo autopenetrante (genérico) se nos antoja un ser hermafrodita. Pene y vagina a un tiempo. El principio de la reproducción humana ante nuestros ojos, obligándonos a retroceder a nuestro origen primigenio, que no difiere mucho de la vida de los virus. Erophatos lleva a la sala nuestro primer mundo, nuestro primer universo de confortabilidad, seguridad y horizonte de posibilidades. Un cuerpo de mujer que destila la luz de la vida. Su vientre, protegido con espinos de las agresiones exteriores, las agresiones del mundo real que su huésped está condenado a descubrir. Como en el mito de la caverna de Platón, un feto cree que el mundo es lo que siente, come y oye en ese receptáculo. Y es que las superficies de ambas esculturas son porosas, en contraposición a la superficie pulida de los virus expuestos en la sala a nuestro análisis, como porosa y permeable es la naturaleza del ser humano.
Pulsiones de sexo y violencia se mezclan en los dibujos de este proyecto. Iconografías del placer, el voyeurismo y la autogestión de la sexualidad. Tom of Finland, Felicien Rops y Martin Van Maele mezclan los dos fluidos corporales garantes y síntomas de la vida: sangre y esperma. Dibujos confinados en espacios cerrados -como la cepa de un virus aislada para su estudio- gestándose los unos a los otros. Y es entonces cuando empieza a cobrar sentido el mensaje de la Creación: nuestra realidad biológica comienza como la propagación de un virus. El espermatozoide coloniza el óvulo, célula de mayor tamaño que él y que necesita para completar la secuencia de ADN que dará lugar a un ser vivo.
Esa realidad que vibra en nuestro interior en forma de virus que se propagan, pasiones y deseos, brotes violentos o embriones está amparada por nuestra ignorancia, lo que no quiere decir que no exista. Sin esas microrrealidades que anidan en nuestro organismo, no habríamos salido de la caverna para multiplicarnos creyéndonos perfectos, todopoderosos e inmunes a lo que no controlamos. Toda esta constelación que es Virus y patologías gira en torno a Píldora monodosís. Copyright laboratorios lechip, paradigma del control que creemos tener sobre la vida, la muerte y la enfermedad, remedio y medicina. Pero es precisamente eso, lo incontrolable de la inmensidad inaprensible, el pistoletazo de salida de esta carrera hacia la supervivencia que es la vida.
Paula Gonzalo Les